Aquellos pobres fantasmas
En el planeta Bort vivían muchos fantasmas. ¿Vivían? Digamos que iban tirando,
que salían adelante. Habitaban, como hacen los fantasmas en todas partes, en algunas
grutas, en ciertos castillos en ruinas, en una torre abandonada, en una buhardilla. Al
dar la medianoche salían de sus refugios y se paseaban por el planeta Bort, para
asustar a los bortianos.
Pero los bortianos no se asustaban. Eran gente progresista y no creían en los
fantasmas. Si los veían, les tomaban el pelo, hasta que les hacían huir avergonzados.
Por ejemplo, un fantasma hacía chirriar las cadenas, produciendo un sonido
horriblemente triste. En seguida un bortiano le gritaba:
—Eh, fantasma, tus cadenas necesitan un poco de aceite.
Supongamos que otro fantasma agitaba siniestramente su sábana blanca. Y un
bortiano, incluso pequeño, le gritaba:
—A otro perro con ese hueso, fantasma, mete esa sábana en la lavadora. Necesita
un lavado biológico.
Al terminar la noche los fantasmas se encontraban en sus refugios, cansados,
mortificados, con el ánimo más decaído que nunca. Y venían las quejas, los lamentos
y gemidos.
—¡Es increíble! ¿Sabéis lo que me ha dicho una señora que tomaba el fresco en
un balcón? «Cuidado, que andas retrasado, me ha dicho, tu reloj atrasa. ¿No tenéis un
fantasma relojero que os haga las reparaciones?»
—¿Y a mí? Me han dejado una nota en la puerta sujeta con un chincheta, que
decía: «Distinguido señor fantasma, cuando haya terminado su paseo cierre la puerta;
la otra noche la dejó abierta y la casa se llenó de gatos vagabundos que se bebieron la
leche de nuestro minino».
—Ya no se tiene respeto a los fantasmas.
—Se ha perdido la fe.
—Hay que hacer algo.
—Vamos a ver, ¿qué?
Alguno propuso hacer una marcha de protesta. Otro sugirió hacer sonar al mismo
tiempo todas las campanas del planeta, con lo que por lo menos no habrían dejado
dormir tranquilos a los bortianos.
Por último tomó la palabra el fantasma más viejo y más sabio.
—Señoras y señores —dijo mientras se cosía un desgarrón en la vieja sábana—,
queridos amigos, no hay nada que hacer. Ya nunca podremos asustar a los bortianos.
Se han acostumbrado a nuestros ruidos, se saben todos nuestros trucos, no les
impresionan nuestras procesiones. No, ya no hay nada que hacer... aquí.
—¿Qué quiere decir «aquí»?
—Quiero decir en este planeta. Hay que emigrar, marcharse...
—Claro, para a lo mejor acabar en un planeta habitado únicamente por moscas mosquitos.
—No señor: conozco el planeta adecuado.
—¡El nombre! ¡El nombre!
—Se llama planeta Tierra. ¿Lo veis, allí abajo, ese puntito de luz azul? Es aquél.
Sé por una persona segura y digna de confianza que en la Tierra viven millones de
niños que con sólo oír a los fantasmas esconden la cabeza debajo de las sábanas.
—¡Qué maravilla!
—Pero ¿será verdad?
—Me lo ha dicho —dijo el viejo fantasma— un individuo que nunca dice
mentiras.
—¡A votar! ¡A votar! —gritaron de muchos lados.
—¿Qué es lo que hay que votar?
—Quien esté de acuerdo en emigrar al planeta Tierra que agite un borde de su
sábana. Esperad que os cuente... uno, dos, tres... cuarenta... cuarenta mil... cuarenta
millones... ¿Hay alguno en contra? Uno, dos... Entonces la inmensa mayoría está de
acuerdo: nos marchamos.
—¿Se van también los que no están de acuerdo?
—Naturalmente: la minoría debe seguir a la mayoría.
—¿Cuándo nos vamos?
—Mañana, en cuanto oscurezca.
Y la noche siguiente, antes de que asomase alguna luna (el planeta Bort tiene
catorce; no se entiende cómo se las arreglan para girar a su alrededor sin chocarse),
los fantasmas bortianos se pusieron en fila, agitaron sus sábanas como alas
silenciosas... y helos aquí de viaje, en el espacio, como si fueran blancos misiles.
—No nos equivocaremos de camino ¿eh?
—No hay cuidado: el viejo conoce los caminos del cielo como los agujeros de su
sábana...
PRIMER FINAL
... En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, los fantasmas llegaron a la
Tierra, a la parte que estaba entonces en sombra, en la que apenas acababa de
empezar la noche.
—Ahora romperemos filas —dijo el viejo fantasma—, cada uno se marcha por su
lado y hace lo que le parezca. Antes del alba nos reuniremos en este mismo sitio y
discutiremos sobre la situación. ¿De acuerdo? ¡Disolverse! ¡Disolverse!
Los fantasmas se dispersaron por las tinieblas en todas direcciones.
Cuando volvieron a encontrarse no cabían en la sábana de alegría.
—¡Chicos, qué gozada!
—¡Vaya suerte!
—¡Qué fiesta!
—¡Quién se iba a imaginar encontrar todavía a tanta gente que cree en los
fantasmas!
—¡Y no sólo los niños. También muchos mayores!
—¡Y tantas personas cultas!
—¡Yo he asustado a un doctor!
—¡Y yo he hecho que a un comendador se le volviera blanco el pelo!
—Por fin hemos encontrado el planeta que nos conviene. Voto que nos quedemos.
—¡Yo también!
—¡Yo también!
Y esta vez, en la votación, no hubo ni siquiera una sábana en contra.
SEGUNDO FINAL
... En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, los fantasmas de Bort
llegaron a gran distancia de su planeta. Pero en las prisas por irse no se habían dado
cuenta de que en la cabeza de la columna se habían colocado... justamente aquellos
dos fantasmas que votaron contra el viaje a la Tierra. Por si os interesa saberlo, eran
dos oriundos. En otras palabras, eran dos fantasmas de Milán a los que habían hecho
salir huyendo de la capital lombarda un grupo de milaneses únicamente armados de
tomates podridos. A escondidas habían ido a parar a Bort, entremezclándose con los
fantasmas bortianos. No querían ni oír hablar de volver a la Tierra. Pero ¡ay de ellos!
si hubieran confesado ser unos clandestinos. Así que le dieron vueltas al asunto. Y
dicho y hecho.
Se colocaron en la cabeza de la columna, cuando todos creían que el que indicaba
el camino era el viejo y sabio fantasma, quien se había quedado dormido volando con
el grupo. Y en vez de dirigirse hacia la Tierra se encaminaron hacia el planeta
Picchio, a trescientos millones de miles de kilómetros y siete centímetros de la Tierra.
Era un planeta habitado únicamente por un pueblo de ranas miedosísimas. Los
fantasmas de Bort se encontraron a gusto, por lo menos durante unos cuantos siglos.
Después parece que las ranas de Picchio dejaron de asustarse de los fantasmas.
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