VALORES 28 DE OCTUBRE

 Cuenta  una antigua historia que una vez un hombre  iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.

Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.

El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.

 

¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.

 Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó de las manos y rebotando  fue a parar al suelo.

¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.

Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en espiral e  inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.

Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.

¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y encima, se había ganado un buen chichón.


Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán, que la avaricia rompe el saco.


Había una vez un burro que se encontraba en el campo feliz, comiendo hierba a sus anchas y paseando tranquilamente bajo el cálido sol de primavera. De repente, le pareció ver que había un lobo escondido entre los matorrales con cara de malas intenciones.

¡Seguro que iba a por él! ¡Tenía que escapar! El pobre borrico sabía que tenía pocas posibilidades de huir. No había lugar donde esconderse y si echaba a correr, el lobo que era más rápido le atraparía. Tampoco podía rebuznar para pedir auxilio porque estaba demasiado lejos de la aldea y nadie le oiría.

Desesperado comenzó a pensar en una solución rápida que pudiera sacarle de aquel apuro. El lobo estaba cada vez más cerca y no le quedaba mucho tiempo.

 

– ¡Sí, eso es! – pensó el burrito – Fingiré que me he clavado una espina y engañaré al lobo.

Y tal como se le ocurrió, empezó a andar muy despacito y a cojear, poniendo cara de dolor y emitiendo pequeños quejidos. Cuando el lobo se plantó frente a él enseñando los colmillos y con las garras en alto dispuesto a atacar, el burro mantuvo la calma y  siguió con su actuación.

– ¡Ay, qué bien que haya aparecido, señor lobo! He tenido un accidente y sólo alguien tan inteligente como usted podría ayudarme.

El lobo se sintió halagado y bajó la guardia.

– ¿En qué puedo ayudarte? – dijo el lobo, creyéndose sobradamente preparado.

– ¡Fíjese qué mala suerte! – lloriqueó el burro – Iba despistado y me he clavado una espina en una de las patas traseras. Me duele tanto que no puedo ni andar.

Al lobo le pareció que no pasaba nada por echarle un cable al burro. Se lo iba a comer de todas maneras y estando herido no podría escapar de sus fauces.

– Está bien… Veré qué puedo hacer. Levanta la pata.

El lobo se colocó detrás del burro y se agachó. No había rastro de la astilla por ninguna parte.

– ¡No veo nada! – le dijo el lobo al burro.

– Sí, fíjate bien… Está justo en el centro de mi pezuña. ¡Ay cómo duele! Acércate más para verla con claridad.

¡El lobo cayó en la trampa! En cuanto pegó sus ojos a la pezuña, el burro le dio una enorme coz en el hocico y salió pitando a refugiarse en la granja de su dueño. El lobo se quedó malherido en el suelo y con cinco dientes rotos por la patada.

¡Qué estúpido se sintió! Creyéndose más listo que nadie, fue engañado por un simple burro.

– ¡Me lo merezco porque sin tener ni idea, me lancé a ser curandero!

Comentarios