Dos hombres que se consideraban buenos amigos paseaban un día por la montaña. Iban charlando tan animadamente que no se dieron cuenta de que un gran oso se les acercaba. Antes de que pudieran reaccionar, se plantó frente a ellos, a menos de tres metros.
Horrorizado, uno de los hombres corrió al árbol más cercano y, de un brinco, alcanzó una rama bastante resistente por la que trepó a toda velocidad hasta ponerse a salvo. Al otro no le dio tiempo a escapar y se tumbó en el suelo haciéndose el muerto. Era su única opción y, si salía mal, estaba acabado.
El hombre subido al árbol observaba a su amigo quieto como una estatua y no se atrevía a bajar a ayudarle. Confiaba en que tuviera buena suerte y el plan le saliera bien.
El oso se acercó al pobre infeliz que estaba tirado en la hierba y comenzó a olfatearle. Le dio con la pata en un costado y vio que no se movía. Tampoco abría los ojos y su respiración era muy débil. El animal le escudriñó minuciosamente durante un buen rato y al final, desilusionado, pensó que estaba más muerto que vivo y se alejó de allí con aire indiferente.
Cuando el amigo cobarde comprobó que ya no había peligro alguno, bajó del árbol y corrió a abrazar a su amigo.
-¡Amigo, qué susto he pasado! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algún daño ese oso entrometido? – preguntó sofocado.
El hombre, sudoroso y aun temblando por el miedo que había pasado, le respondió con claridad.
– Por suerte, estoy bien. Y digo por suerte porque he estado a punto de morir a causa de ese oso. Pensé que eras mi amigo, pero en cuanto viste el peligro saliste corriendo a salvarte tú y a mí me abandonaste a mi suerte. A partir de ahora, cada uno irá por su lado, porque yo ya no confío en ti.
Y así fue cómo un susto tan grande sirvió para demostrar que no siempre las amises, no son lo que parecen.
Moraleja: La amistad se demuestra en lo bueno y en lo malo. Si alguien a quien consideras tu amigo te abandona en un momento de peligro o en que necesitas ayuda, no confíes demasiado en él porque probablemente, no es un amigo de verdad.
Cuenta la fábula que, hace muchos años, vivía una zorra que un día se sintió muy agobiada. Se había pasado horas y horas de aquí para allá, intentando cazar algo para poder comer. Desgraciadamente, la jornada no se le había dado demasiado bien. Por mucho que vigiló tras los árboles, merodeó por el campo y escuchó con atención cada ruido que surgía de entre la hierba, no logró olfatear ninguna presa que llevarse a la boca.
Llegó un momento en que estaba harta y sobrepasada por la desesperación. Tenía mucha hambre y una sed tremenda porque además, era un día de bastante calor. Deambuló por todos lados hasta que al fin, la suerte se puso de su lado.
Colgado de una vid, distinguió un racimo de grandes y apetitosas uvas. A la zorra se le hizo la boca agua ¡Qué dulces y jugosas parecían! … Pero había un problema: el racimo estaba tan alto que la única manera de alcanzarlo era dando un gran brinco. Cogió impulso y, apretando las mandíbulas, saltó estirando su cuerpo lo más que pudo.
No hubo suerte ¡Tenía que concentrarse para dar un salto mucho mayor! Se agachó y tensó sus músculos al máximo para volver a intentarlo con más ímpetu, pero fue imposible llegar hasta él. La zorra empezaba a enfadarse ¡Esas uvas maduras tenían que ser suyas!
Por mucho que saltó, de ninguna manera consiguió engancharlas con sus patas ¡Su rabia era enorme! Frustrada, llegó un momento en que comprendió que nada podía hacer. Se trataba de una misión imposible y por allí no había nadie que pudiera echarle una mano. La única opción, era rendirse. Su pelaje se había llenado de polvo y ramitas de tanto caerse al suelo, así que se sacudió bien y se dijo a sí misma:
– ¡Bah! ¡Me da igual! Total… ¿Para qué quiero esas uvas? Seguro que están verdes y duras como piedras! ¡Que se las coma otro!
Y así fue como la orgullosa zorra, con el cuello muy alto y creyéndose muy digna, se alejó en busca de otro lugar donde encontrar alimentos y agua para saciar su sed.
Comentarios
Publicar un comentario